Dr Enrique
González Martínez, Santa María La Ribera, Ciudad de México
Choose life.
Yo quería ver a Irvine Welsh y preguntarle algo en mi escocés
alcohólico de Corazón Valiente. Yo
quería que Irvine Welsh me rompiera la madre. Pero la vida es cruel con las
intenciones de un despreciable vago que tiene poca, o nula, capacidad de
concentración para vivir la vida, esa vida que dicen que importa.
A las seis de la tarde llegué a la Vasconcelos, hermosa biblioteca si
quieres orinar y dormir la cruda, y noté que las noches comienzan a caer sobre
la ciudad a las seis treinta de la tarde.
Hacía frío y el cielo verdoso del atardecer agonizante se colaba entre
nubes y humo para reflejarse, apenas, en los vidrios de la estación de
Buenavista con una nostalgia de invierno anticipado. Yo quería refugiarme. Yo
quería salir de casa y conversar un poco. Yo quería escuchar a Irvine Welsh…
Sergio salió de la biblioteca luciendo esa fuerza de juventud que
considero en mí completamente extinta. Dos años hacen la diferencia, supongo. Y
bien sabemos cuánto se puede vivir en dos años, en dos meses, en dos días.
Estoy cada vez más viejo y el mundo lo nota. Pero, a pesar de lo que yo piense,
todavía camino el mundo con cierta necedad juvenil que apenas me mantiene a
flote. Sin embargo hay algo que nos diferencia más que la juventud: Sergio
tiene fe. Nos saludamos y nos ponemos al día de noticias y dolores; me habla de
libros, autores y teorías; me cuenta las dificultades de la literatura vista
desde sus ojos y entonces sé que en sus palabras la fe se desborda con una
alegría violenta e incontrolable. Me alegro, me alegro y lo envidio. Yo no
conozco la fe.
Caminamos hacia Insurgentes esquivando a la gente que se dirige al
tren, al metro, al metrobús… Todos viajan con cara de tristeza. Es miércoles y
hace frío. Vamos al Chopo, al museo del Chopo, y hablamos un poco más de
nuestras vidas, de libros, de Welsh. Nos perdemos un poco entre las oscuras
calles de la Santa María e imaginamos qué estarían haciendo esos monstruos
imaginarios con los que alucinamos desde hace un par de años. Es temprano, lo
sabemos, pero aun así caminamos con un poco de prisa. Ahora estamos bajo las
luces de una gasolinera observando las rejas del Chopo y sólo una idea pasa por
nuestras cabezas, la misma idea de siempre: cerveza. Entonces recordé un bar
pequeño que alguna vez visité sin ninguna intención y que dejé sin ningún
recuerdo. Caminamos una cuadra más sobre Enrique González hacia San Cosme y nos
encontramos, en la esquina, el sonido inconfundible de un bar vacío. Seis
cuarenta de un miércoles y el bar solo nos da cobijo a cuatro personas.
Agradable para mí, pero triste escena para los dueños, supongo. El Templo es un
lugar pequeño con muchas luces de colores y letreros de tiza. Venden comida.
Pero nada importa cuando te ofrecen dos caguamas por noventa pesos o chelas por
dieciocho. En realidad no hay mucho más que yo pueda decir. Los baños están en
la parte de atrás del local y hay que pasar casi por la cocina para llegar a
ellos. La música suena a alto volumen y no es mala. No siempre es mala.
Pasaban las caguamas y la hora de partir se acercaba. Bebíamos
tranquilos, pero, en el fondo de nuestros corazones de borracho, sabíamos que
no podríamos abandonar nuestros lugares hasta que no nos quedara ni un peso y
la última gota de cerveza fuera bebida. Lo pensamos mientras fumábamos en
silencio en la banqueta. Podría ser que estuviéramos tristes. Yo quería ver a
Irvine Welsh y ya estaba lo suficientemente borracho para gritarle en ese
terrible acento escocés que tanto me gusta ocupar. Pero había algo más qué
hacer. Después de todo ¿qué tanta importancia pueden tener las palabras de un
escritor en una conferencia?
Y entonces todo fue claro… Había que beber y caminar por la noche en
busca de un lugar donde refugiarnos. Teníamos que gastarnos hasta el último
centavo en cerveza y cigarros. Teníamos que vivir y aprender algo de todo eso.
No podíamos hacer otra cosa. Probablemente Welsh hubiera preferido estar con
nosotros en ese pequeño bar (eso quisimos pensar). Teníamos que vivir esa
borrachera. Teníamos que soportar el sonido meloso del “trovador” que se
esforzaba por agradarle a las cuatro personas que lo ignoraban. Teníamos que
gritarle cosas antes de huir. Teníamos que preguntarles a las personas que
llegaron cinco minutos antes de irnos cómo había estado la conferencia de
Welsh. Teníamos que arrojarles nuestro aliento alcohólico y una sonrisa
burlona. Teníamos que abandonar el bar con la promesa de regresar algún día
para ignorar a algún otro escritor.
Y así lo hicimos.