miércoles, 27 de marzo de 2013

Cambio de paradigma estético en las novelas de las ocho.




He visto muchas bazofias, pero esto es
la mayor bazofia entre las bazofias”
Homero J. Simpson 

Durante los noventas nuestra generación, la generación que ahora domina el Internet y lee ésto, vivió un intenso bombardeo mediático. Los medios de difusión electrónica eran diferentes, la vida era diferente. Los contenidos transmitidos eran, por supuesto, diferentes. Somos los nacidos a finales de los ochentas y principios de los noventas; los que se educaron con las caricaturas de MTV y Nickelodeon; los que tomamos a DragonBall y Los Simpsons como máxima cultural. Somos la generación de las telenovelas infantiles.

Es un hecho que durante los noventas la extensión de los sistemas de televisión por cable era poca. Algunos veían Nickelodeon, pero la mayoría se tenía que conformar con Canal5, Azteca7 y, para los adolescentes o niños más aventurados, Canal4. La televisión abierta como parte esencial de nuestra educación, sin duda. Y esto no tendría nada que  ver con las telenovelas si no fuera porque a mediados de esta década surgieron las telenovelas infantiles. Telenovelas que se sumaron a las ya consistentes telenovelas para adolescentes formando así, sin temor a equivocarme, el sistema de educación más importante  para la masa no adulta mexicana de la época.

A las cuatro de la tarde, en punto, comenzaba el adiestramiento sensorial con alguna canción que se convertiría, por arte de magia mercadotécnica, en una de las canciones más escuchadas en la radio. Los argumentos eran dignos de la monstruosa máquina creadora de Televisa, pero con la importante inclusión de niños para un mayor impacto emocional. Funcionaban, sí. Muchos niños fueron fieles seguidores: soldados puntuales, compradores jodepadres, enanos de lágrima fácil. Es fácil recordar a niñas como Daniela Luján o Belinda como las estrellas del momento.

¿Pero qué pasaba a las ocho de la noche?

Nuestras madres luchaban por ver su novela. Cuántas veces nos perdimos Los Simpsons por su culpa o fuimos relegados a la “tele chiquita”. Sí, a esa hora se reunían nuestras madres que fueron educadas todavía con el sistema de telenovelas duras. Esas novelas en las que todo el mundo sufre y sufre, esperando lo mejor del mundo y que al final siempre se termina con una hermosa lágrima de felicidad que vale oro. Sus resultados eran implacables. La gente que creció con esa estética novelera se pasaba todo el tiempo preocupado por el final abrupto del día anterior. Las conversaciones siempre llegaban a ese punto. La gran máquina de Televisa funcionaba perfectamente. La formula era sencilla: personaje jodido que busca ser feliz; personaje malévolo que hará todo lo posible para impedirlo; relación amorosa entre personajes en apariencia incompatibles; personaje que se interpone en la relación amorosa; aparente felicidad; algún acontecimiento terrible que saque lo peor de los personajes; revelación de un secreto definitivo; triunfo del amor; boda.

Esta estética novelera aún existe y tiene un considerable éxito. Sin embargo, un fenómeno interesante sucedió hace unos años. Los horarios estelares en los noventas, en cuanto a novelas, fueron: las cuatro de la tarde para niños y ocho de la noche para adultos. Hoy sólo queda el horario nocturno como el horario estelar. Y es fácil observar cómo cambió el paradigma estético en las novelas transmitidas en este horario. Hemos cambiado, hemos crecido. El público al que ahora va dirigida esa programación incluye a nuestra generación, la generación que vio El diario de Daniela y Amigos x siempre. Nosotros hemos marcado un hito para los analistas de programación de las grandes empresas de televisión pública. El Internet y la expansión por abaratamiento de la televisión por cable han hecho que nuevos contenidos lleguen a nosotros y que creamos necesaria la evolución del entretenimiento aunque esto, en ocasiones, provoque la creación de quimeras horrendas que terminan por morir victimas de su propia estulticia. Nos encontramos en un escenario que los ejecutivos televisivos aún no han podido descifrar del todo. Canal9, el canal de las repeticiones y novelas extranjeras, ha tenido, por lo menos, dos éxitos que luego fueron adaptados y “nacionalizados” para disfrute del público mexicano. Yo soy Bety, la fea fue, de hecho, uno de los grandes acontecimientos que provocaron este cambio de paradigma. Después de su éxito en canal9 se hizo una versión mexicana transmitida, claro, por canal2 a las 4 de la tarde, horario familiar según se anunciaba por ese entonces. Poco tiempo después, se decidió que el horario de transmisión se cambiara a las 8 de la noche. Algo drástico pues, además de las cuatro horas de diferencia, se le estaba otorgando el horario estelar a una novela cómica, de argumento colombiano y que en principio había sido planeada para ocupar un horario de relleno. Claro, que analizando La fea más bella, como se llamó en México, podríamos argumentar que la trama es muy parecida al de  las novelas duras, las novelas de llanto eterno, pero esto no sería del todo correcto. Los programas que se han quedado con el antiguo modelo, La rosa de Guadalupe, Como dice el dicho, y que, irónicamente, ahora ocupan el horario de las cuatro, son los de apariencia más ridícula para nuestra generación. Nos pusieron enfrente un nuevo sistema de símbolos. Nos enfrentamos al problema de la interculturalidad. Televisa ha dejado de ser el gran monstruo que algún día dominó el sentimentalismo mundial. Desde entonces, desde ese dos mil seis, todas las novelas que han sucedido en ese horario han tenido las mismas características cómicas y de extranjería. Nos quitaron las lágrimas y nos dieron risa.

C.S.


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